domingo, 24 de diciembre de 2017

Tradición





Dicen que todo esto que se organiza en torno a la Navidad es un producto puramente comercial. Aseguran, que todo es un artificio creado en torno a no sé qué personajes de ficción. Inventan que estas fiestas son un “invento” organizado por las grandes casas comerciales, que todo es un trasegar de dineros, mercancías, fingidas necesidades, cuentos. Cuentos de aquellos que quieren embaucar a los que no pensamos como ellos.

 Nos  llaman necios porque el alma en estas fechas se alegra y tiembla como un pajarillo en el hueco de la mano protectora. Ahí estás con el corazón en el pecho renacido por el caudal de afectos que acuden en tropel a la memoria. Son tantas las manos, tantas las sonrisas, tantos los abrazos que vienen en una alarde de comunicación  a visitarnos, reviviendo la época en la cual éramos llevados en volandas sobre los pies para ejecutar una danza que habría sido imposible para nuestros aún incipientes pasos. O aquellas otras que subidos en una banqueta para alcanzar  la encimera donde se amasaba, se cortaba en pequeñas porciones, se batían salsas y  se esparcían especias, observábamos con los ojos como ventanas, abiertos al mañana.

El aire se llenaba de cantos navideños, y no era necesario que vinieran de ningún aparato, porque eran los propios habitantes de la casa los que comenzaban, recién estrenada la mañana, a entonar cantos de paz, de alegría, de ilusión. Todo se sincronizaba en una danza perfecta y no importaba el tipo de alimento, la escasez o la abundancia, lo  lleno o vacío del bolsillo.

Las viandas especiales llenaban esos días las mesas en una alarde de dedicación, trabajo e imaginación. Sonaban  risas que se expandían por todos los rincones. Se tejían jerséys  guantes y bufandas de lanas multicolores. Se fabricaban con madera patines y cunas, pequeñas cunas para meter las muñecas de trapo con  ojos de botones y boca bordada en hilo granate.

La familia se reunía en unas horas especiales y mágicas, desde el más grande al más pequeño, formando un lazo indestructible que perviviría a través de los años y que en un alarde de ternura llega hasta nuestros días.

No son cuentos, no son inventos, no son reclamos publicitarios para embaucar a los necios, son tradiciones. Una tradición que nos hace desear felicidad y que pinta la sonrisa que se escabulle durante todo el año en aras de las vivencias que nos han transmitido nuestros mayores y que antes les transmitieron a su vez sus padres y sus abuelos y sus bisabuelos.

De ahí parte toda esta parafernalia, según algunos, y gloriosos días de amor según otros. Está bien que aparquemos durante un corto periodo la vida rauda, inhóspita, fría, lejana, donde el reloj marca la prisa de los minutos que se esconden en las arrugas del tiempo.

Es bueno, aunque sea una vez al año, aunque algunos se aprovechen del tirón para llenar las arcas, aunque otros escojan el anonimato del grupo para descargar el saco de las ofensas y trunquen a veces lo que se supone una divertida cena. 

Es muy bueno, que nos reconciliamos con nosotros mismos, que brindemos abrazos, que explotemos en calidez cuando a lomos de los recuerdos llegan hasta nosotros esos  rostros serenos, esas músicas, esos cantos, esos sueños que compartimos con ellos. Que abracemos su espíritu y lo hagamos nuestro, que honremos su memoria, la de los vivos y la de los muertos. La de todos aquellos que alguna vez han estado a nuestro lado perpetuando este sueño, el sueño de las Navidades Felices y el Próspero Año Nuevo. 




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