Cuando
María despojada de vergüenza lanza los brazos al aire y comienza a contonearse
lentamente con movimientos lúdico-sensuales la sonrisa amplia asomando
imparable, alguien muy cercano le dice entre bromas y veras -¡Vamos! Que tú ya
eres una persona mayor-
El
reproche se le clava a María en los oídos y el entendimiento y allí se queda
rebotando como una pelota loca aunque, no cambia ni un ápice el gesto. En las
horas siguientes vuelve a ella la molesta desazón cuando escucha de nuevo en su
cabeza -“Tú ya eres mayor”-. Mayor… repite mecánicamente la mente.
¿Mayor? Es cierto que ya no cumple lo
cincuenta, y cierto también que la vida le impone límites, pero de ahí a darse
por vencida a cortar ella misma sus metas y arrumbarse en un sofá hay una
enorme diferencia. Aun así le ha calado más hondo de lo que ella creía la
aseveración de Miguel, sabe que en el fondo lo que él quiere es acortar
distancia, hacerla a ella mayor para reducir los casi diez años que la lleva, a
pesar de ello por la noche cuando la verdad crece extendida en la ineludible
cita diaria donde se procesa lo vivido y lo por vivir María analiza lentamente
paladeando el regusto verdinegro del silencio.
Claudica la voluntad en la pendiente
resbaladiza del amanecer aún sin luz y avienta el alma sus espantos en
conversación íntima con nadie.
Quizás Miguel tiene razón…
María
por supuesto conoce que es mayor. ¿Sabes –le dice al vacío- en qué noto que soy
una persona mayor? En que me despierto por las noches. Antes cuando niña,
cuando joven, mi sueño era plácido, de un tirón, cerraba los ojos y los abría a
la mañana siguiente dónde me daba cuenta de que la vida volvía otra vez hecha
fuerza convertida en luz empujando con apremio la existencia. Ahora no, ahora me despierto varias veces y
la noche se alarga interminable como el desperezo de un gran gato negro.
Es
curioso porque María empezó a ser mayor después de la muerte de su madre,
sucedió de golpe, sin previo aviso, sobrevino como todo lo que nos acecha
creciendo entre las sombras en espera del momento oportuno para emerger. A
pesar de tener cincuenta y tantos largos años, antes de morir su madre María
seguía siendo para todo el mundo joven, nadie la llamaba señora cuando iba a
los lugares, la llamaban de tú y la trataban como a una… no voy a decir
adolescente, pero sí como alguien que todavía no ha traspasado la barrera donde
se empieza a llamar de usted a las personas, no en señal de respeto, sino como
un signo de senectud, de alejamiento.
Fue
justo después de la muerte de su madre que la empezaron a decir señora y a
llamarla de usted. Y saltó la barrera.
Acaso
fue el cansancio que reflejaba su cara, tal vez era el esfuerzo que tenía que
hacer para remontar y vivir el día a día con el dolor de enfrentarse a su
pérdida, algún extraño mecanismo actuó en ella de cara al exterior y lo cierto,
lo cierto es, que a partir de la muerte de su madre María empezó a ser una
señora mayor.
Es
como si al desaparecer su madre María hubiera cogido su lugar, ya no había una
generación por delante, pasó de improviso a ser “esa” generación, a partir de
aquel momento ella estaba en cabeza, estaba en primera fila.
Además
de eso su madre le dejó muchas cosas, le dejó la sonrisa que extiende a su
alrededor como el halo de luz de un faro en la tormenta, le dejó la
extraordinaria comunicación que practicaba sutil con cuantos vivían o
simplemente pasaban a su lado, los almendrados ojos color miel ejercían una
poderosa fascinación sobre aquel que los posaba con su mirada profunda,
hipnótica, al mismo tiempo que asentía con la cabeza acompañando cada gesto con
una hermosa sonrisa.
Casi
sin darse cuenta ocupó su lugar y empezó a hablar con la gente del barrio y a
relacionarse en la calle y a ser reconocida como lo era su madre. Habla a
través de su voz, ciñe con sus brazos, mira con sus ojos el viejo barrio que
tantas veces la vio pasar…. y ahora es María la que se para con todo aquel que
demanda su atención, detecta la solitaria soledad del anciano que desgaja en
silencio con la mirada perdida en el ayer sus últimos días de sol y paseo, orienta con cariño a la
invidente que extiende su bastón al aire cual rama pendular que descubre el
camino diario y esquivo, deja que se cuelguen de su brazo frágiles y tiernas
figuras mientras abre sus oídos para escuchar con una actitud atenta la
historia tantas veces repetida en una larga acera de pasos cortos y fatigados.
Se
le ha quedado su impronta, acrecentada, crecida con su ausencia, y es María la
que ahora transmite cariño y alegría, la que tiene el halo especial que tenía
ella y lo desarrolla y cultiva buscando encontrar en su fiel reflejo la tibia
caricia del contacto con su madre.
Miguel
le ha dicho en un juego dispar intentando destensar el arco que distancia sus
edades. - ¡Es que eres mayor! -
María
es consciente de que ha vivido unos cuantos años, aunque no se siente por esa
razón mayor en el término peyorativo que ha deslizado maliciosamente Miguel en
sus oídos, porque sus andares sus movimientos eso que llaman el look no es el
de una señora mayor, ni su cuerpo y sobre todo y más que todo la mente y el
espíritu y esto se traslada al exterior como en un retrato de Dorian Grey
invertido.
El
tiempo, fiel aliado en todas las batallas ha pasado desdibujando y aplacando
sentimientos y el tiempo que ha pasado desde la muerte de su madre la ha
ayudado a recuperarse. Con el paso de los años ha vuelto a ser ella.
Aunque
desde que su madre se fue María pasó a ser una “señora”, a pesar de eso
conserva y potencia lo que ella le ha dejado, su personalidad limpia e
inocente, la lozana tersura de la piel, la frescura del amanecer cuajado de
rocío, la fragancia del campo mojado por la lluvia, la ingenuidad que persiste
en María a pesar de todo lo vivido, su sencillez, su transparencia, la que su
madre tuvo durante toda la vida y que ahora como el mejor de los regalos se lo
ha cedido a ella.
Por
eso y a pesar de que se despierta por las noches porque su sueño no dura desde
que cierra los ojos hasta que los abre consciente entonces de que empieza un
nuevo día, recoge y guarda en ella la impronta de juventud, de esperanza, de
vida, de alegría, de ilusión, atesora y potencia la ingenuidad alocada que vive
junto a esta otra señora mayor que se despierta por las noches.